NUEVOS REPORTES DE LA CALLE (I)

Por Roberto César Frenquelli

Tuvimos una pequeña discusión. Giró en torno a la conveniencia de sacar la basura, ese cotidiano acto hogareño cargado de conflictivos significados. Nada es fácil, nada es simple, nada es poco inflamable en la vida familiar. Ni más ni menos ni menos en pandemia.
Después de las 22 horas la calle es un territorio prohibido, existe una especie de toque de queda implícito, una sensación de alarma inminente que indica refugiarse adentro como opción única, razonable. Guardarse, como mandan aquellos antiguos carteles de los cruces ferroviarios: “salva tu alma”. Tratando hacer lo suficiente para que el tren inmisericordioso del SARS Covid no “te lleve puesto”, tal como se dice ahora. Y también porque si no es el virus, una de esas será algún sicario decidido para empezar a rociar de plomo las carnes de este otrora barrio fundacional de la Villa del Rosario. Hoy descuidadamente llamado centro histórico.
Al fin y al cabo, de carne somos. Y mi obediente espíritu encarnado, decide salir, bolsa de residuos en mano, hacia el contenedor. Recuerdo las épocas cuando teníamos en cada familia un tacho de la basura “para la calle”, después cambiados por las bolsas de nylon y otros diversos sucedáneos. No hay dudas, es imposible negar las formas estúpidas del progreso. Ahora, para reforzar la tendencia alcista, tenemos “containers”.
Allá voy. Divago otro poco, canturreo: “Salgo a caminar, por la vereda angosta de San Juan”… No puedo dejar de recordar, con un dejo nostálgico, al Tejada Gómez que nos visitaba en la facultad: “salgo a caminar por la cintura cósmica del sur”… Vuelvo a mi normalidad usual. “Que boludeces hago?”. Sacudo un poco la cabeza, siento el frío que sube desde el río. “Y si al final me afanan?”, recupero la discusión inicial. “Ella tenía razón”. “Me van a quitar las llaves. Se meterán en casa. Somos boleta”.
El enorme sucesor del clásico tacho de basura está allí nomás. Puerto seguro, decido abordarlo. Apuro el paso. “Y listo”, pienso tranquilizándome. “Ya estamos”.
Con una mano levantó la tapa. Hay muy pocos desperdicios. “Fea palabra”, alcanzo a decirme. Con la otra mano levanto la bolsa, grandota, pletórica. La sopeso un poco. Hago un swing amplio, radial, giro acompañando el proyectil. Un estrépito con fondo tintineante se produce. En el acto me apercibo, he arrojado también las llaves mi casa!. “No hay que cometer errores tácticos”, resuena en mi ya atormentada mente (palabra a palabra como didácticamente nos prevenía un cauto amigo cuando preparábamos nuestros viajes iniciáticos de la juventud). No se ve un carajo, hay poca luz, menos cuando la tapa va minando mis fuerzas. Hago un ridículo intento de flexionar mi tronco sobre las paredes del contenedor, convertido en sarcófago de mi orgulllo. “Qué boludo, ya estuve a punto perder el celular por el mismo error”. “Tendré que despertar a mi gente, a los gritos por ese putísimo portero eléctrico que casi siempre funciona como quiere”. No dejo de considerar la pérdida económica que padeceré, el tiempo muerto en buscar un cerrajero, las incomodidades a padecer hasta la reparación de la pérdida.
Pinta derrota total.
En eso, aparece una motito destartalada, con un carrito a cuestas más destartalado aún. La tripula un hombre delgado, de rostro huesudo, barbado. Tendrá unos cincuenta años. Me dice pausadamente: “Qué pasa Maestro?”. Como en esos cuadros de antaño, donde las imágenes relatan heroicas rendiciones militares, le explicó con cierta parsimonia aconsejable para aquel que debe pedir clemencia. “Donde cayó?”, pregunta. Señalo, dudoso, un lugar. El flaco salta como un atleta, mueve las bolsas inertes con sus ágiles pies. Y pronuncia esas esperadas palabras mágicas, casi bíblicas. “Aquí las tiene!”. Le doy unos cuantos cientos, no crean que muchos. Apenas los que tenía. “Dios se lo pague Maestro”. Se sube a su corcel. Lo espolea. Arranca. “Gracias de nuevo”, le digo. Lento pero seguro enseguida está en la esquina.
No me da para seguir con “Canción con todos”. Pero si puedo asegurarles, otra vez más, que el dios de los laicos existe. Por el que vale seguir. No todo está estropeado sin remedio en estas calles de la vida.

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