Ranitidina

Reflexiones desprolijas para pensar cuestiones actuales (I)

Por Roberto César Frenquelli

Hace unos pocos días fue anunciado el retiro de la venta de las formas orales de un medicamento que no dudaría en considerar entre los más famosos en mis casi cincuenta años de médico. Se trata de la ranitidina, tan familiar para todos, un antagonista tipo II de la histamina. Tanto que muy rápidamente resultó de venta libre, un sello que autoriza a cualquier ciudadano a auto administración o, si fuera el caso, a recomendar con todo entusiasmo cual un vendedor amateur.
Descendiente de la cimetidina – que tuvo una vida efímera – ha sido hasta ahora una omnipresencia, también en su forma inyectable. Relativamente barata, sus efectos secundarios y tóxicos fueron quedando en un modesto segundo lugar. Algo frecuente en la mecanización de la práctica médica.
Por supuesto, lo que se ha dado en llamar el progreso de la industria farmacéutica no quedó al margen de esta rauda entrada en el terreno de las patologías gastro duodenales. Fue como aparecieron los inhibidores de la bomba de protones, los famosos “prazoles”. Que también alcanzaron el ansiado premio de la liberación de la prescripción por receta.
País generoso, Argentina y su ANMAT – tan declamada y reclamada por cierto sector de la ciudadanía hoy muy asustado por el “peligro rojo” de la vacuna rusa – no tuvo mejor idea que abrir el grifo a su libre comercio por todos los ríos del mercantilismo. Como con en tantos otros casos. Business are business. Tan al compás del mercado.
El boom de este medicamento tal vez solamente podría compararse con otro, también emergente en estas décadas, el sildenafil y familia. Es posible que alguno de mis colegas agregue algunos más: como los beta bloqueantes, ciertos tranquilizantes mayores, algunos anti inflamatorios, algunos antibióticos, hipotensores y demás. Desde luego sin entrar en el campo específico de patologías severas felizmente menos frecuentes (donde los oncológicos, los antirreumáticos y tantos otros tienen un lugar súper destacado por su eficiencia ampliamente probada).
Pero en cuanto a incidencia en la capacidad de aliviar síntomas me quedaría con estos dos. Ranitidina y sildenafil. A quien me vaya siguiendo quiero desilusionarlo rápidamente. No voy a incursionar en una nueva recomendación para mejorar su gastritis y su impotencia. Mucho me gustaría en estas épocas de magras jubilaciones, pues me posicionaría bien. Mi objetivo en este ensayo es otro. De todos modos, si llego a enterarme de “algo bueno” para estos casos, prometo publicar en alguna revista seria y, si se puede, en algunas otras no tan serias. No sé, puede ser en The Lancet o Nature. Pero también podría ser en algún diario, en alguna revista, en algún culturoso programa de “interés general”. No voy a quedarme con secretos. Seré generoso. No cometeré excesos. Lo prometo.
Mi tema es la eficacia sintomática y sus efectos sobre la cultura. Hasta los inicios de los años 70 la úlcera gastroduodenal se operaba con bastante frecuencia. El apellido Billroth era muy conocido, anunciaba una amputación lisa y llana de una buena parte del estómago. Así se entendía la curación. También teníamos teorías fisiológicas diversas. La mayoría todas parcialmente ciertas hasta hoy. Como el caso de las vinculadas a la Medicina Psicosomática, donde el “paciente ulceroso” dio lugar a ríos de tinta. Entre nosotros tuvimos un campeón, el ilustre Ángel Garma, fundador de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Fantasías orales, dependencia, rivalidad, anhelo por la madre, tantas cosas pueden leerse en alguno de los libros que escribiera por los años cincuenta este español alguna vez analizado en la Berlín de entreguerras por Theodor Reik.
Compitió también la teoría que podría llamarse infecciosa, donde una antiquísima bacteria, el Helicobacter Pylori, pugnó por adquirir un rol fundamental, para quedar hoy en un modesto lugar entre desordenadas bambalinas. Siempre recuerdo un chiste que hacía un gastroenterólogo muy macanudo y con espíritu crítico: “Sabes en que se parece el Helicobacter y un helicóptero?”. La respuesta, que llegaba rápido ante la atónita mirada del público presente, era una sonora carcajada seguida de “…en que los dos sirven para viajar”. Si hubo ríos de tinta, también debo decir que hubo ríos de guita en promocionar antibióticos y otras yerbas curativas de la úlcera, ahora advenida a una infección que autoperpetuaría – entre otras maldades – la lesión. Con las prescripciones se puede viajar, no hay dudas. Y gratis, por supuesto.
Al borrar el síntoma, la acidez y sus consecuencias sobre la mucosa, las cirugías prácticamente desaparecieron. Es raro encontrar un operado del estómago por esta causa que hoy no tenga bastante más de cincuenta años. Ya casi no hay aquellas cirugías a lo Billroth. Nosotros, los que nos iniciamos profesionalmente en los tempranos setenta, nos pasábamos varios minutos de la consulta tratando de identificar el “ritmo sintomático, diario y periódico», de las úlceras gástricas y duodenales. Ahora no es más así. Toda aquel cortejo sintomático – dicho en la bella expresión característica de la medicina francesa del siglo XIX – ha desaparecido tragando algunas dosis de ranitidina o similares.
Dónde fue a parar toda la problemática subjetiva? Es que las conceptualizaciones en psicosomática eran débiles?  La respuesta es fácil. El drenaje de locura que representaba la lesión gastro duodenal ha ido a parar a otros sitios de la mente, el cuerpo o la sociedad. Inexorablemente. No se ha producido un verdadero cambio, una modificación del aparato para pensar los pensamientos, el aparato psíquico. Ha sucedido, nada más ni nada menos, que una derivación por otras rutas psíquicas. O peor, esa angustia se ha trabado aún más en las mallas de la escisión, de la disociación, de la proyección hacia afuera.
Lo mismo que ha pasado con el sildenafil. Droga tan usada por los jóvenes y los no tan jóvenes. Que ha logrado erguir penes pero no hombres, como decía con justicia un amigo hace muchos años cuando asistíamos al glomoroso debut de la “pastilla azul”. Esa compañía tan necesaria de todo señor que se precie. Incluso, justo es decirlo, de alguna dama que trate de hacer justicia con las cuestiones de género. No cuesta nada probar. Todo debe ser rápido, estamos en tiempos del “delivery”, del “llame ya”.
Los fármacos son necesarios. No pretendo ni lejanamente hacer una apología de lo “natural”. Me apresuro a decir que en este mundo no existe nada natural. Todo es una mezcla de naturaleza y cultura. Por eso los antivacunas son de postura tan débil. Sostengo esto en tanto no viven sin luz eléctrica, sin teléfonos, sin papel higiénico, sin techo ni piso. Hablan en ciertos idiomas reconocidos, tienen nombre y apellido, además de domicilio y otros datos como quedó dicho antes. Nadie vive aislado en Jurassic Park. Ni siquiera los hombrecitos de Lego que tan bien maneja Fausto en su play. He visto muchos tipitos que lidian con los dinasaurios, habitualmente munidos de toda clase de “tecnología” (que siempre es una tecnología material, del hard, tanto que pensar no es “tecnología”). Así de mal le está yendo a los naturalistas críticos. Que no tienen nada de críticos, en tanto fanáticos. Que no tienen nada de naturalistas, pues no entienden bien qué es la naturaleza. Sobre todo la naturaleza humana.
Y como hay ranitidina, hay intereses. Siempre hay guita de por medio. Esta historia de las nitrosaminas cancerígenas tiene sus años. Lo mismo pasó con el valsartán, un “sartán” líder en hipertensión. La cosa pasa por la pureza de la síntesis. Ya le encontrarán la vuelta. Habrá que comprar la ranitidina “de la buena”. No iremos muy lejos. Quédese tranquilo amigo. Este mundo viene hecho para la urgencia. Muy pronto se sintetizará ranitidina sin ningún cancerígeno. Ahora si usted vive aspirando humo de la isla, no importa. Lo mismo que con los pesticidas. Es otro asunto, sabe?
La Medicina que hacemos es de urgencia. No es de las causas, de las profundidades. Siempre llegamos tarde. Al menos por ahora. Ya podrá comprar de nuevo su “tauralito” para antes de sus asados y chupandinas. Y si es en la isla, córrase para el lado que no sople el viento, es lo mejor.
No creo que la naturaleza humana vaya a cambiar en los próximos cien años. Me quedo corto, sin dudas. Siempre habrá diferentes tipos de “quitapenas” (adjetivo que merecen muchos fármacos, no solamente los sedantes e hipnóticos). La naturaleza humana es siempre cultural. Y lo cultural siempre es político. Es razonable pensar que estas propiedades no pueden cambiar positivamente en escasas magnitudes temporales. Habrá siempre nuevos fármacos, con sus promesas milagrosas y sus efectos paradojales, también contradictorios. Habrá más sobresaltos como este de la ranitidina. Se armará alguna clase de batifondo gatopardista. Mucho ruido, pocas nueces. El malestar cultural siempre tendrá su lugar.
Siempre habrá controles, tan supuestamente asépticos (como la bendita FDA que históricamente ha sabido prohibir el ingreso a EEUU de fármacos muy útiles de origen europeo). Siempre habrá “marcas famosas” y propagandas rabiosas que no reconocen fronteras ni ideologías. No en vano nuestro Presidente Illia, entre otros motivos, perdió su gobierno tras la sanción de la ley Oñativia, defensora de la soberanía nacional luchando con la industria del medicamento (que se sabe no es nada nacional). Controles que no controlan solamente la pureza de una pastilla o un jarabe. Son controles sociales y económicos. Son controles políticos, generadores de dependencia. Que hoy direccionan la investigación, algo nefasto. A los que los médicos sólo podemos mirar de reojo.
Entre tantas situaciones no puedo dejar de citar el affaire del tratamiento hormonal de reemplazo para la mujer climatérica, en los pasados 90. Recuerdo grandes personalidades que en los congresos se rasgaban las vestiduras en pro de favorecer el uso de estrógenos en las mujeres que cesaban en su edad reproductiva. No solamente se delineaba su utilidad, su seguridad. Supuestamente no había grandes problemas. En cierto momento, lo recuerdo con claridad, oponerse implicaba alistarse en las filas del catolicismo extremo, de una estreñida manera de ser casi como un asexuado. En tanto supuestamente se estaba en ciernes de cierta liberación de las mujeres entrando a maduras. Seguirían bellas, sugerentes, sin depresión ni pérdida de estatura, deseantes y lozanas. Bien emparejadas con sus erguidos hombres empoderados por el descubrimiento de Pfizer. En poco tiempo hubo un retroceso total. Un trabajo (o varios) dieron por tierra con aquellas esperanzas. El cáncer de mama ganaría mucho terreno. De nuevo el cáncer, pero no en broma como pasa con el Taural o similares. Entonces stop. Alguien dirá que se trató de un hecho normal, incluso positivo, del acaecer científico. La ciencia puede y debe rectificar su rumbo. Por eso es ciencia y no religión. Pero nada me hará olvidar el énfasis que se puso desde los diferentes bordes de la grieta que se armó. Que siempre se arma. Un papelón que no tuvo que ver con el cambio de dirección, sino por la cantidad de sandeces que se sostuvieron. Lo que estuvo mal no fue errar, sino el modo como se discutía “hormonas sí, hormonas no”.
Por eso el debate sobre las vacunas. Que si bien no son estrictamente fármacos, se alinean entre los recursos que el hombre ha ideado para paliar los males que lo aquejan. Las vacunas son un formidable recurso preventivo.  Es cierto que la mirada ecológica no puede soslayarse. Que debemos pensar en este sentido todo el tema de las infecciones, para nombrar de alguna manera nuestra coexistencia con todo el ambiente. Somos el ambiente, donde primero que nada debemos considerar a los otros humanos.
Necesitamos un análisis sereno, donde la cuestión antropológica sea mejor entendida. Lejos de idealizaciones, paranoias y otras variantes del fanatismo. Donde la Medicina, aceptando sus límites, sepa ocupar el lugar que merece como aspecto operacional de las ciencias humanas. De este modo, el debate de las vacunas es de todos. No solamente de los médicos, los bioquímicos o los investigadores.
La pandemia nos ha puesto en la posibilidad de pensar nuestra condición, lo que he llamado naturaleza humana, Pensando en la vida, que está indisolublemente unida a la muerte. Al parecer hay gran cantidad de gente que piensa que no va a morir. Eso se ve en las grandes crisis de pánico de “la guerra contra el virus”, también en su contracara negadora, la de aquellos que sostienen que “el virus no existe”. Tal como veo las cosas tenemos mal pronóstico. Voy a sostener que no vamos a aprovechar esta posibilidad para crecer como humanos. Simplemente esperaremos un remedio, una vacuna. Esperamos la salvación. O negaremos con toda la brutalidad de la segregación y el odio. Todo esto, se sabe, no culminará en otra que cosa que en un estado ilusorio que sólo moderará escasamente nuestra angustia existencial.

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