PARA LEER EN DOMINGO

Messi al rescate

Por Marco Zorzoli

Bajo el diluvio se cierra. El tipo no quiere saber nada. Sentado en el living de su casa y augurando que el sol se aproxime, sigue sin asimilar que en su día libre la lluvia le haya arruinado sus planes de ejercitamiento. El consuelo estaba elaborado. Mirar todos los partidos de fútbol que se le aparezcan por delante de sus ojos, dividiendo la pantalla si era necesario, para mitigar una tarde presuntamente perdida. No tenía la más remota idea de quiénes eran los que jugaban. Cualquiera pensará que quien se dispone a ver fútbol como primera opción tras una frustración rutinaria por lo menos imaginaba con qué cotejos se encontraría. Y esta aclaración es válida porque «los cualquiera» no saben por la situación que pasa el tipo. Totalmente desconectado del espectáculo argentino por excelencia o quizá el más consumido. Los tiempos son bravos. El tiempo, mejor dicho. Ese espiral por el que se escurre la vida sin demasiados impedimentos como un tobogán que recorre profundidades inexactas pero que la mayoría de las veces suele ir a una velocidad inasequible. Ese, piensa el tipo, es el causal de su desencanto. Su alegato es potente y manipulador a la vez, sin darse cuenta de la estación emocional que implica el desgaste de su tan maldecido tiempo. Hecho esto así viajamos a la perversidad del tiempo lineal que estructura lo público y lo privado al punto tal de recurrir al deseo de llegar al hogar cansado con la sensata ambición de inclinar la cabeza y dormir. En esta retroalimentación que algunos encuentran positiva se encuentra navegando este personaje. Ya le da igual el campeonato, la copa o lo que sea que se esté disputando actualmente en el desatinado fútbol argentino. Sin embargo el tipo no mira nada.

De la situación límite que atravesamos y, de la que ya se va a cumplir un año, no se sale indemne. Ni los beneficiados por la recarga de convivencia que les inyectó la clave para seguir viviendo ni a los otros. Los estallados. Aquellos a los que la productividad del tiempo y la angustia existencial los agobió tanto que salieron a buscar un poco de aire fresco ni bien se pudo para olvidar. Simplemente para eso, porque ya no es lo mismo, o eso creía. El tipo, iluso como tantos, tiene un problema que no aprecia. Se desentiende fácilmente. Le pasa algo que nos pasa a todos. El tipo se aburre rápido, aunque sea una cualidad a la que justamente le prestamos poca atención. No puede estar quince minutos sin bajar la vista hacia el celular. Es en este contexto en el que se desarrolla el comienzo de semana de una persona libre, de trabajo.

Le echamos la culpa al tiempo de todas las imposibilidades a la que nos vemos frustrados por su mera existencia y no sabemos qué hacer en un día de lluvia. La literalidad terminó invadiendo al tipo desde que abrió los ojos aquel lunes gris y se dio cuenta que estaba a contramano, que nunca iba a llegar a dominarlo, ni siquiera alcanzarlo. Ante la decepción solo quedaba existir.

El tipo se quedó buscando por la ventana un largo rato algo que no sabía muy bien que era, con la mirada cándida de un niño pegado a la vidriera de una juguetería pero con la desazón de estar palpando el paso del tiempo, de una juventud, de un instante en el que el único propósito posible es el futuro. De este modo su día transcurre con la insólita sensación de conocer el fin de la ilusión. La desazón de advertir la incertidumbre.

Cae la tarde y no aclara. La aparente ambigüedad que retrata el cielo deja paso a la honestidad y vislumbra un tono ensombrecido completo. La tarde con la que algunos se regocijan en su sillón, abrigados y con una taza de café sostenida en su mano; al tipo lo agobia. Recorre las paredes. Hasta que se dispone, de una buena vez por todas, a someterse al remedio que primero se le pasó por la cabeza cuando levantó el pie derecho de la cama. La reconciliación con la pasión que se deja guardada debajo del colchón o dentro del armario, pero nunca se pierde. No sería sencillo. Lunes a la tarde, día de partidos que rellenan las fechas de los distintos torneos. Tampoco hay competiciones continentales y si hubiera, los partidos se desarrollan a la noche. De todas maneras el tipo va, impetuoso a pesar de que la tarde parezca un lapso escueto del día en el que lo canales deportivos tienen como prioridad seguir emitiendo programas que ya no se preguntan quién llega mejor al superclásico pero siempre encuentran la forma para discutir interrogantes sobre los únicos dos clubes que parecen percibir en detalle del fútbol argentino. En una de esas cambia y se topa con el Camp Nou de fondo y el anuncio de un inminente partido del Barcelona contra un equipo que escuchó nombrar hace minutos por el relator aunque le parece irrelevante y lo olvida intencionalmente. Lo importante es que juega el equipo de Messi, del que tiene un grato recuerdo. Porque el tipo, exceptuando su desconexión con este deporte era (es) un fundamentalista de Menotti, su escuela y todo lo que tenga que ver con esa corriente futbolística. Conoce poco sobre la actualidad del equipo de Koeman pero es indudable que un partido del Atlético del Cholo no le hubiera despertado la misma expectativa. El tipo prefiere aferrarse a esa reminiscencia.

El trámite ante el Huesca -el último de la tabla- comienza y el Barcelona necesita seguir prendido para no perderle pisada al puntero de La Liga. Conmueve la forma en que el tipo lo mira, sin contexto y con la esperanza de que el fútbol rejuvenezca su orgullo. Para ello estaba Lionel. Trece fueron los minutos que tardó Messi en dejarlo hipnotizado con esa zurda esplendorosa que calzó el balón a la perfección para colocarlo en el ángulo superior izquierdo del arco pero con el toque de imperfección involuntario que embellece el remate al pegar en el travesaño, caer del lado que vale y finalmente besar la red. No solo el pretexto mencionado dejaba expectante al tipo con lo que podía suceder con el partido, ahora el mejor jugador del mundo se encargaba de decirle que no podía hacerle un mejor regalo que este en su vuelta al fútbol como espectador. Messi dejando atrás su año más turbulento sigue escapando de la sombra de lo que fue, fabricando genialidades como estas, que obligan a Andoni Zubizarreta a escribir un artículo rindiéndose a los pies del astro y confortando al arquero Fernández en la situación donde no hay más nada que hacer ante semejante obra. El tipo continuó disfrutando de un gran partido del Barcelona a su criterio, con otro tanto de Messi en el final que se encargó de coronar la noche. Maravillado por el retorno del sentimiento de éxtasis y por haber vuelto a ver 90 minutos enteros sin despistarse. Descubrió algo que lleva tiempo. Lo reconfortante es zambullirse en la serenidad que, como la describe Borges, quizás sea una forma de felicidad.

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