PARA LEER EN DOMINGO

FIN DE SEMANA LARGO

POR CECILIA ZUNZUNEGUI

Hacía tres horas que estaban meciéndose a merced de los caprichos del Paraná.  Sus oídos se habían saturado de acordes chamamecero que se escuchaban desde lejos. Los rayos del sol les hincaban la piel. Los dorados no picaban, ni un surubí, ni un manguruyú. La paciencia se le estaba acabando a los porteños. Al tour de pesca le estaba faltando la adrenalina a la que ambos estaban acostumbrados. Contrariamente, el guía conducía la lancha sumido en una natural resignación. Él sabía que la diferencia entre pescar y no pescar era de un metro. El anzuelo debía caer justo sobre la roca que dormía en el lodazal del fondo, allí donde se escondían los peces protegidos por la turbidez del agua y por Carahí Yara.

Pararon para almorzar sobre un claro en el margen izquierdo. Un asado a lo indio, cocinado a la llama. El guía se encargó de conseguir las ramas de laurel amarillo para atravesar los trozos de carne y sostenerlos al castigo del fuego. Los porteños acostumbrados a su monocromía, no alcanzaban a concebir en plenitud ese monte frondoso pincelado por flores de lapacho, copetitos rojos inquietos y algún carayá sinvergüenza que osaba acercárseles. Preguntaron con algo de soberbia quién vivía en aquella tapera de madera, decorada por musgo verde por la humedad del monte. La novia de Carahí Yará, el Pombero, o el Curupí le dicen río arriba. El cuidador del monte y de los animales, respondió el guía. Ante las muecas de incredulidad, prosiguió el relato.

Explicó que nadie ve a la mujer porque sale de noche, para esperarlo. No se sabe su edad con certeza, pero se conoce que era la hija mayor de uno de los primeros alemanes que se instalaron en Eldorado allá por el año veinticinco. En viaje hacia la Argentina había muerto su madre y su hermana, de tifus. El padre construyó con sus propias manos esa choza para vivir con su hija púber y su hijo pequeño. Sin perder tiempo, el hombre, contrató tantos brazos como para desmontar una hectárea de monte por día indiscriminadamente. Solo quería que el viaje y las muertes no fueran en vano. Quería exprimir esa tierra roja para hacerla sangrar, arrancar toda su riqueza forestal y volver a su casa, a Alemania, de donde nunca debería hacer salido.

Caray Yará no permite que se tome de la naturaleza más de lo necesario para el sustento. Aparecía noche tras noche por la choza, anunciándose con un silbido espeluznante. Sin dejarse ver, golpeaba puertas y ventanas y hacía de las horas oscuras una tortura. El hombre hizo oídos sordos a los concejos que le daban. Debía ofrendarle tabaquito y caña durante treinta días para tranquilizarlo, pero descreído, siguió diezmando el monte cada vez con mayor empecinamiento.

Caray Yará, vengativo, tomó a su pequeño hijo, lo internó en la espesura y lo devolvió convertido en yacaré. Su hermana se dio cuenta que no había desaparecido. Que el animal que yacía aletargado al sol sobre la ribera, mirando hacia la casa, tenía los ojos de su hermano. El niño estaba condenado a pagar por culpas ajenas.

Ella intentó explicar el hecho a su padre de mil maneras, pero el hombre, empujado por las tragedias, comenzó a transitar un terreno pantanoso, mezcla de cordura y demencia.

La joven sabía que algunas mujeres aparecían en el monte, desnudas, mancilladas y preñadas. El Pombero se cobraba con ellas, y entonces decidió ofrendarse para salvar la vida se su hermano y lo que quedaba de su padre. Su coraje superó al miedo y una noche acomodó su catre afuera para dormir al sereno. Usó un camisón que era de su madre, de lino blanco, bordado, con una cinta de raso al cuello.

El silbido empezó a aniquilar el silencio de la noche. Mientras más la aturdía, más deseaba. Deseaba que tomara su cuerpo, para que le devuelva el de su hermano. Deseaba que la internara en el monte para no ser testigo de la locura de su padre. Se entregaba sin resistencia, se sacrificaba por lo que quería, convencida. El silbido se fue transformando en una agradable melodía. Una brisa cálida erizó su piel, sus pezones se irguieron debajo del camisón humedecido por el rocío. Sintió necesidades desconocidas y un anhelo húmedo se le escurrió entre las piernas.

El alba la encontró lánguida, laxa y plena sobre su jergón, con los ojos abiertos. Tenía la certeza que de ahora en más sería esclava de las sensaciones experimentadas durante esa noche. También entendió que su hermano estaba libre de las miserias de su padre, inmune a las enfermedades de los hombres, con una vida sin tiempo de caducidad, dispuesto a defender a esa tierra que lo iba a cobijar por siempre.

Su padre sentado dentro de la choza, vio la figura de su hija entrar, recortada por la luz que ingresaba del exterior. La cara de la joven mostraba una sonrisa beatífica, enmarcada en su melena larga, voluminosa y despeinada. Vestía el camisón de su difunta esposa, arrugado, sucio y con una mancha de sangre a la altura de la entrepierna. El hombre, como poseído por el mismo diablo, la empujó, cruzó el umbral, tomó su hacha y se internó en el monte. Nunca más se lo vio. Algunos dicen que se convirtió en clavel del aire parasitando árboles y plantas hasta secarlos.

Los porteños, cansados de escuchar estupideces, pidieron seguir con la pesca. El pique no se hizo esperar. El anzuelo de uno de los turistas enganchó a un surubí, de los grandes. Fue una lucha entre pez y pescador que la dureza de la tanza terminó por dirimir. Su amigo pasó por la misma aventura con un dorado. Sacaron fotos, exponiendo sus trofeos, hicieron bromas y cebados por la gloria volvieron a mojar su carnada. Otro pez picó. Por el esfuerzo que requería arrastrarlo, pesaría más de cincuenta kilos. El guía le sugirió que corten la tanza, que un pez cada uno estaba bien, que no deberían abusar. No escucharon la sugerencia o no la quisieron escuchar, pero sus oídos se vieron obligados a retorcerse por un silbido estremecedor que provenía del monte. Caray Yará, pronunció el guía. En ese momento la tanza se cortó rebotando cual látigo sobre la caña. Los árboles extendieron sus agigantadas sombras sobre el cauce del río. Observaron el hocico de un yacaré apenas emergiendo de la superficie del agua. La embarcación empezó a sacudirse para deshacerse de sus navegantes. El pánico se apoderó de sus cuerpos.  Volvamos, dijeron al unísono los turistas. Se acomodaron en la lancha con las cabezas gachas y una opresión en sus pechos, concentrándose en retener el contenido de sus estómagos ante los movimientos que generaba la turbulencia del río.

No tuvieron la posibilidad de ver que, río abajo, en la ribera, un yacaré salía del agua con un trozo de tanza enredado entre los dientes, y más allá, fuera de la choza mustia, una mujer añejada, acomodaba su catre para dormir al sereno.

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